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El agua debería ser un derecho fundamental, pero comenzó a cotizar en Wall Street

En medio de la pandemia, con delfines saltando alegremente en los canales de Venecia, creíamos como Humanidad que lograríamos grandes cambios en la relación humana y con la naturaleza. Pero no, el agua comenzó a cotizar en Wall Street. Como el oro, el petróleo o la soja, como un commodity más.
Pero el agua no es (o no debiera) ser una mercancía.
Ya lo advertía el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si: "Mientras se deteriora constantemente la calidad del agua disponible, en algunos lugares avanza la tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado."

Al convertir los permisos de uso de agua en activos financieros se abre la puerta a sectores que pretendan especular con estos permisos.

Introducir en el mercado el acceso al agua significa transferir a su lógica de funcionamiento, asimétrico e incompleto, la responsabilidad de definir los aspectos distributivos asociados con sus usos. Esto no es inocuo sino que tiende a agravar los problemas ya existentes, socavando los intereses de las actuales y futuras generaciones y los derechos de las otras especies, porque los "mercados" desconocen el "valor" (que no es lo mismo que el "precio") ya que ignora las complejas funciones e interrelaciones de los ecosistemas.

Pero una de las cosas más perversas es que, como todo bono financiero, su precio crecerá (y las ganancias de sus tenedores) cuando mayor sea la crisis, en este caso del agua. Así, las crisis serán recurrentes para garantizar mayores ganancias. Sin crisis, esos bonos carecen de valor.

Sin agua no hay nada: ni salud, ni comida, ni vida. Una de las mejores maneras de detener su proceso de mercantilización es reconocer, mediante una ley nacional, el acceso al agua como un derecho humano fundamental.